Las huellas que dejamos en los libros

Cuando quieren volver al fragmento de un libro que leyeron hace un tiempo, ¿les ha ocurrido que no recuerdan en qué lugar del texto estaba ubicado?

¿Han sentido que con el pasar del tiempo pierden las sensaciones que tuvieron cuando leyeron algún libro?

Revisando su biblioteca personal, ¿a veces no recuerdan si leyeron un libro o no?

A mí me ha pasado… He leído muchos libros que con el pasar del tiempo voy olvidando, encuentro difícil capturar lo que sentí al leerlos, no puedo rastrearme en la lectura que hice, la información aparece nublada en mi mente: está ahí, pero no logro acceder a ella.

Sentir ese velo que recubre la lectura, mi mente, mi recuerdo, está relacionada con la forma cómo leía, cómo me relacionaba con los libros.

Hasta hace pocos años era incapaz de tocar un libro más allá de leer sus páginas, no dejaba ninguna marca en ellos, no los resaltaba, no les ponía banderitas ni los afectaba en modo alguno, para mí eran “sagrados”.

Cuántos libros intactos dejamos al marcharnos, piensa ella. Cuántas ideas a medias. — Luna Miguel, Leer mata

Después de leer Cuentas Pendientes, reflexiones de una lectora reincidente de Vivian Gornick, me sentí inspirada a dejar huella en los libros que leo, resaltarlos, rayarlos, y plasmar cualquier tipo de testimonio que después me permita rastrearme a mí misma, hallar al ser que era cuando los leí por primera vez, porque esos son los libros: espejos de un momento de la vida, y podemos encontrarnos a nosotros mismos cada vez que los releemos.

Un fragmento de Cuentas Pendientes, reflexiones de una lectora reincidente, para ustedes:

El otro día me plantearon una cuestión de hecho que no pude responder sobre un libro que en otros tiempos conocía muy bien pero que llevaba años sin mirar. Por supuesto, me dije, bastaría con hojearlo para conseguir ese dato que ahora se me escapaba. Resultó que el ejemplar de ese libro que llevaba décadas sin tocar en mi librería era una edición de bolsillo barata, de los setenta, y empezó a desmoronárseme en las manos nada más cogerlo. En cuanto volví la cubierta, la primera página se despegó del lomo; y luego fueron desprendiéndose una hoja tras otra y empezaron a caer como confeti los bordes desmenuzados. No tardé en verme ante más de cuatrocientas páginas sueltas que lo llenaban todo, regazo, mesa, suelo.

No sé cómo, pero ese derrumbe del libro me atravesó como una descarga eléctrica. Era como si el libro físico hubiera sido un ser vivo y yo fuera incapaz de barrer sus restos torturados y tirarlos a la basura. Empecé a recoger páginas al azar y a acercármelas a los ojos una detrás de otra, como si fuera a fijar en un recuerdo nuevo su impronta evanescente: y luego a la nariz, como si pretendiera inhalar aroma a libro. Después fui alternando entre concentrarme en páginas sueltas y examinar el pegamento reseco del lomo, como si contuviera algún secreto científico que pudiera explicar lo sucedido.

De pronto me llamó la atención una frase que había debido de subrayar cuarenta años atrás, y a continuación un párrafo que había rodeado, con dos puntos de exclamación seguidos en el margen. Primero miré la frase subrayada: me desconcertó. ¿Por qué subrayé eso —me pregunté—, qué me pareció tan interesante? Luego, de nuevo, mira eso otro que subrayaste también aquí, qué perogrullada… ¿En qué estabas pensando? Los ojos se me fueron a una frase en la página siguiente, donde no había nada subrayado, y pensé: esto de aquí sí que es interesante, ¿cómo es posible que no le prestara atención en su momento?

Eso mismo, cómo era posible.

Empecé a leer varias páginas con anotaciones de lectura: y luego me puse a recomponerlas, como una arqueóloga absorta en fragmentos de la Antigüedad que intenta ver qué disposición le devolverá un dibujo que haya valido la pena desenterrar, y al poco distinguí a mi joven yo lectora con bastante claridad, y me maravillé con los discernimientos tan elementales que me había dado como fruto aquel libro. Era casi como si hubiera escrito por todos los márgenes: «¡Cuán cierto!».

Volví a poner las páginas en orden y me senté a leer el libro desde el principio, esta vez subrayando y rodeando con un bolígrafo de otro color las frases y los pasajes que entonces me pareció que debía anotar. Luego até las páginas con una gruesa goma elástica y devolví el libro al estante donde tanto había estado esperando. Ojalá viva el tiempo suficiente para, empuñando un bolígrafo de otro color, volver a leerlo.

Les invito a que dejen testimonio en los libros que leen, ya sean banderitas, resaltados, comentarios, hojas de papel anexas, flores secas, fotografías, o cualquier manifestación que se ajuste a su estilo personal, para que sus libros también sean espejos de un momento de sus vidas…

Para que puedan recordar vívidamente y en sus propios términos sus sensaciones, emociones y percepciones…

Para que puedan encontrarse en ellos…

Querida comunidad, cuéntenme:

¿En los libros dejan algún testimonio de sus lecturas?

¿Queda alguna huella de sí mismos, de sí mismas, que luego puedan rastrear?

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4 respuestas a «Las huellas que dejamos en los libros»

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